Ecuador
La odisea de los jóvenes por acceder a la atención de salud mental en Ecuador
El estigma, la falta de conocimiento, y la incapacidad del Estado ecuatoriano para responder son algunas de las razones por las cuales los jóvenes han tenido dificultad en acceder a los servicios de salud mental durante la pandemia. No atenderse a tiempo podría aumentar el ya alarmante número de suicidios en las poblaciones jóvenes del país.
7 de Diciembre 2020 • Lectura 10 min
Las cuarentenas y el aislamiento físico y social han ayudado a frenar los contagios de covid-19 en todo el mundo. Pero su éxito tiene un lado negativo del que se habla poco: los casos de ansiedad, depresión, y otros problemas de salud mental han aumentado. Cuando la pandemia inició, Emilia, una joven de 19 años de Quito, tomó el encierro como “algo sin importancia” pero luego “solo me quedé en mi casa, completamente triste”, ni siquiera acompañaba a sus papás a hacer las compras del supermercado. Emilia, en una nota de voz, cuenta que “sentía un total desgano de vivir e intentaba dormir la mayor parte del tiempo” para así evitar la realidad.
Según un estudio hecho en nueve países de América, Asia y Europa durante el encierro, las personas se volvieron más propensas a sufrir trastornos psicológicos como la ansiedad, estrés postraumático, y depresión. Ecuador no fue parte de la investigación pero una publicación de la Escuela Politécnica Nacional y la Universidad San Francisco de Quito mostró que durante la cuarentena, los jóvenes entre 18 y 36 años fueron los que más expresaron ansiedad. Otros datos de dos encuestas de U-Report Ecuador —una iniciativa de UNICEF para jóvenes— mostraron que los sentimientos que más experimentaron los ecuatorianos de entre 13 y 30 años durante la pandemia fueron ansiedad, preocupación y depresión.
A este aumento de las afecciones de salud mental se suma otro problema: el difícil acceso a un tratamiento. A finales de octubre, como parte de Activamente, un proyecto de 4 medios latinoamericanos —GK, Mutante, El Surti y CLIP— para investigar cómo se afectó la salud mental de los jóvenes durante la pandemia— lanzamos una encuesta para averiguar cómo han funcionado los servicios de atención a la salud mental. De los 40 encuestados, solo 18 recibieron atención profesional, los otros 22 tramitaron sus emociones solos. Los jóvenes no accedieron a la atención que necesitaban por varios factores. Primero, porque les cuesta identificar sus emociones, y quienes sí las reconocen, a veces no tienen confianza con sus padres para contarles cómo se sienten. Segundo, porque no tienen recursos económicos para pagar un servicio privado. Y tercero, porque como el Estado no invirtió en este tema durante la pandemia, acceder a un servicio de atención pública es un desafío.
No sabía si era depresión o solo estos lapsos de tristeza que a veces te dan”.
Una de las razones por las que los jóvenes no tuvieron la debida atención en salud mental es precisamente que no todos saben que la necesitan o no identifican qué sienten. Con el proyecto colaborativo y transfronterizo Activamente, GK creó un grupo de Whatsapp con jóvenes de Guayaquil y Quito con quienes conversamos durante 3 meses, por mensajes de texto y voz de Whatsapp: algunos voluntarios —como llamamos a los miembros del grupo— dijeron que creen que tienen depresión o ansiedad, pero que no están seguros.
“En algún momento me di cuenta que tenía, o bueno no sé, sentía que tenía ansiedad. No podía dormir y empecé a comer demasiado”, dice Nari Gómez, quiteño de 19 años, en un mensaje de voz. El joven cuenta que pasaba muy triste pero que “no sabía si era depresión o solo estos lapsos de tristeza que a veces te dan”.
Para algunos de los voluntarios del grupo de conversación hablar de salud mental no era algo común en sus vidas hasta que llegó la pandemia. Pero incluso ahora, que el tema es menos estigmatizado, encontrar espacios confiables para hacerlo sigue siendo difícil.
A Miguel, de 28 años, el confinamiento le golpeó muy fuerte pero en lugar de hablarlo con alguien, se alejó de todos. “Siento más bien como que me he distanciado de algunas personas… no me dan ganas de socializar”.
Tatiana Bichara, doctora en psicología social, dice que en América Latina y Ecuador, la salud mental “siempre ha sido vista como algo menor”. Asegura que toda la estructura de la sociedad está puesta para ver a la salud mental como algo que debe ser eliminado, en lugar de ser una parte esencial de nuestra salud. Esa satanización, dice la experta, dificulta que los jóvenes identifiquen lo que están sintiendo, distingan si tienen un trastorno de salud mental, y digan si necesitan o no ayuda profesional.
Hay otros jóvenes que sí logran identificar que tienen un problema y quieren hablar de lo que sienten, pero no tienen con quién. Algunos jóvenes del grupo de Whatsapp de Activamente nos dijeron que en sus casas no se sienten cómodos hablando de salud mental. En algunos casos, los padres no les inspiran confianza, y en otros, ellos creen que al contar sus sentimientos, los van a juzgar o tachar de locos.
Emilie Valencia, una joven de 19 años de Quito, cree que sufre de ansiedad e inicios de depresión, “pero me da vergüenza hablarlo con los demás porque dirán que solo busco atención”. La psicóloga Bichara asegura que comentarios como el de Emilie son tristes pero comunes porque todavía hay un grave estigma sobre la salud mental.
Al no tener con quién hablar en su círculo más cercano, algunos jóvenes buscan ayuda externa. Y allí encuentran otros problemas. El primero es la falta de dinero. No todos pueden pagar una consulta privada. En Ecuador, “cuesta entre 15 y 50 dólares”, dice la psicóloga María Fernanda Porras, y explica que lo ideal —para que el tratamiento sea consistente— es tener al menos una consulta a la semana. Es decir, que para tener una atención adecuada en salud mental, se necesita al menos 60 dólares mensuales. En un país donde el sueldo básico es de 400 dólares y en medio de una crisis en la que muchos jóvenes han perdido sus empleos —o no pueden conseguir uno— , un gasto mensual de este tipo no es una opción.
Eliana tiene 18 años, vive en Quito y dice que quisiera acudir a un psicólogo pero que no tiene los recursos para hacerlo. A Nicolás, guayaquileño de 24 años que vive con VIH, le pasa algo parecido. La pandemia “ha desbordado sus emociones” y aunque sabe que necesita ayuda, está tratándolas por sí mismo porque no tiene dinero suficiente para costearse un psicólogo.
Hay casos incluso más complejos como el de Nicole Coronado, de 22 años, quien desde antes de la emergencia sanitaria ya tenía un diagnóstico de depresión y ansiedad. “Tuve que dejar mi tratamiento psiquiátrico” cuenta. “Mi familia básicamente me obligó a hacerlo porque el gasto no era urgente en un momento de crisis económica como la que estamos viviendo”. Abandonar el tratamiento, dice Nicole, la tuvo “al borde”.
Quienes tienen dificultades para acceder a una atención privada en salud mental, dependen únicamente del Estado. Pero los recursos y las iniciativas del Ministerio de Salud Pública (MSP) no han sido —ni son— suficientes.
Cuando se declaró el estado de excepción en Ecuador, el 16 de marzo, el gobierno tenía un solo objetivo: contener la propagación del covid-19 en el país. Las escuelas, los colegios, las universidades, y los negocios no esenciales cerraron; y la población, con ciertas excepciones, tuvo que quedarse en casa. El país estuvo confinado durante más de dos meses. La cuarentena terminó en Guayaquil el 20 de mayo, después de 65 días de encierro. En Quito, —la ciudad con más contagios hasta el momento— el confinamiento se extendió un poco más: 79 días. Se acabó el 3 de junio.
Los efectos en la salud mental causados por este encierro de más de 60 días no fueron tomados en cuenta, hasta que, opinan expertos, ya fue muy tarde.
Peter Sanipatin, presidente del Colegio de Psicólogos de Pichincha, dice que después de que se estableciera la cuarentena, el colectivo hizo un llamado al gobierno: le dijeron a las autoridades que las consecuencias del confinamiento podían tener muchos efectos negativos en la salud mental de las personas, y agravar la situación de otras que ya tenían afecciones antes. Pero no les hicieron caso.
Sanipatin cuenta que en una reunión con autoridades gubernamentales y locales de la provincia de Pichincha, un grupo de profesionales del Colegio de Psicólogos advirtió sobre una inminente crisis de salud mental si no se asistía pronto a la población. Solo el Municipio de Quito siguió sus recomendaciones de inmediato. La Secretaría de Salud de la capital, a través del Sistema Integral de Prevención de Adicciones – Quito (SIPAQ), abrió una línea telefónica de apoyo psicológico para brindar atención a la ciudadanía y así, según su respuesta oficial, “evitar problemáticas relacionadas con la salud mental”—como el consumo de drogas. Desde finales de marzo hasta septiembre, según la misma respuesta vía correo electrónico, habían hecho “más de siete mil atenciones”.
El MSP no tiene en su organigrama, una subsecretaría, secretaría o dirección específica encargada de la salud mental.
Pero la respuesta del gobierno central fue diferente. Al inicio, no respondió y, dice la psicóloga clínica Aimee DuBois “cuando ya se hizo algo, ya había mucha gente con afecciones de salud mental”. De acuerdo al Ministerio de Salud Pública (MSP), el 27 de marzo —diez días después de declarado el confinamiento— se implementó una línea telefónica de asistencia psicológica gratuita— la opción 6 del 171. Desde el principio hubo problemas con la línea.
No había una estructura preestablecida que la administrara porque el MSP no tiene en su organigrama, una subsecretaría, secretaría o dirección específica encargada de la salud mental. Tampoco había una meta definida sobre el número de personas que se pretendía atender. En respuesta a un pedido de información sobre la línea, el Ministerio dijo que “no se ha definido una meta en razón de que es una modalidad adicional de atención a las que presta el Ministerio de Salud Pública”.
Sin una secretaría reguladora en salud mental del ministerio, el Comité de Operaciones de Emergencia (COE) —encargado de manejar la emergencia sanitaria en todo el país— tuvo que crear una Mesa Nacional de Salud Mental emergente. La mesa, que está dirigida por Ignacia Páez, está conformada por psicólogos del sector público y privado, asociaciones de la sociedad civil, la Cruz Roja Ecuatoriana y universidades que tienen una escuela de psicología, que han querido ayudar a reducir el impacto emocional de la pandemia en la población. Peter Sanipatin, del Colegio de Psicólogos de Pichincha, dice que el trabajo de la mesa no se ha ejecutado bien. “La intención es buena, pero para que funcione adecuadamente, tendrían que haber contratado especialistas en salud mental y no lo han hecho”, dijo.
En el Ministerio de Salud Pública del Ecuador, hay 877 psicólogos: 4,98 por cada 100 mil habitantes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que sean al menos 9. Para solventar el déficit de personal de salud mental, los encargados de contestar las llamadas del 171 son, en su mayoría, estudiantes de último año de psicología de trece universidades que necesitan hacer sus prácticas preprofesionales— a los que el gobierno no les da ninguna contención emocional.
Para este reportaje, el 28 de octubre GK solicitó una entrevista con Ignacia Páez para conversar en detalle sobre el funcionamiento de la Mesa de Salud Mental. Pero hasta el cierre de este reportaje no ha respondido. El 13 de noviembre informaron por Whatsapp que “el pedido [de la entrevista] estaba para análisis de las autoridades”.
La psicóloga clínica Jazmín Soto afirma que el sistema de teleasistencia que tanto enorgullece al gobierno, no está funcionando bien. Soto dice que para empezar, los estudiantes no deberían contestar las llamadas. “En teoría hasta que no te gradúes, no puedes atender a nadie sin supervisión de un psicólogo profesional, y las llamadas del 171 casi nunca son supervisadas”, afirma la psicóloga.
Stephanie Cabada tiene 27 años y es madre soltera. La pandemia, dice, “fue y sigue siendo un proceso traumático”. A lo largo de este tiempo, ha tenido ataques de pánico y pensamientos negativos, y reconoce que necesita ayuda. Sin embargo, no la ha buscado en el sistema público. “No confío en el gobierno, y peor en su sistema de salud. No busqué ayuda con ellos porque sé que no sería la indicada.” Stephanie prefiere desahogarse con su hermana y con su mejor amiga antes que atenderse a través de la opción 6 del 171.
Hay emergencias que los estudiantes de psicología no pueden atender. De acuerdo al sistema de semáforo establecido por la mesa de salud mental, estas llamadas son consideradas de código amarillo y rojo, y deben ser derivadas a psicólogos o psiquiatras profesionales. Pero el personal que tiene el Ministerio no es suficiente.
Por esa razón, la opción 6 del 171 también cuenta con el apoyo voluntario de profesionales del sector privado. Pero para formar parte del equipo, existen normas que no todos pueden cumplir. “No es voluntariado, es más una imposición”, dice la psicóloga Jazmín Soto. “Tienes que trabajar mínimo seis horas, en el horario que ellos te digan, poniendo tus recursos, sin ninguna clase de supervisión, y sin protección legal”. Al final, Soto desistió de la idea de ser voluntaria. No es la única. La psicóloga DuBois dice que ella y un grupo de colegas también decidieron no colaborar porque “todo estaba demasiado desorganizado y habían muchos trámites innecesarios”. Para ellos, era más importante atender a alguien que necesitaba ayuda inmediata, que llenar una matriz con su información personal.
La inversión del Estado tampoco fue suficiente para atender la salud mental. En respuesta a un pedido de información, el Ministerio de Salud Pública dijo que durante la pandemia se invirtieron 78 mil dólares en salud mental y que el dinero sirvió para la compra de los chips que necesitaban los estudiantes para atender las llamadas del 171 opción 6— un chip prepago cuesta en promedio tres dólares. No hay ningún otro proyecto de salud mental en marcha en la actualidad.
Como no hay inversión ni personal en el sistema de salud público, la atención del 171 no es consistente. Linda, una joven guayaquileña de 27 años, llamó a esta línea porque necesitaba ayuda para lidiar con un ataque de pánico, pero no la recibió de inmediato. “Contactarse con ellos es difícil, la línea es una buena iniciativa, pero necesita cambios ”, dijo vía mensaje de voz.
Es malo que no exista un servicio, pero es peor que haya uno y no contesten”
Para este reportaje esta reportera de GK marcó al 171 opción 6, al menos cinco veces en una semana a diferentes horas: ocho de la mañana, mediodía, tres de la tarde, siete de la noche, dos de la mañana. En todos los intentos la espera en línea fue de quince minutos y luego la llamada se desconectó. Si hubiera sido alguien que necesitaba atención, no la habría conseguido.
Las psicólogas clínicas Aimee DuBois, Gabriela Hernández, Daniela Alvarado, Viviane Monteiro y Tatiana Bichara coinciden en algo: es malo que no exista un servicio, pero “es peor que haya uno y no contesten” porque es romper la confianza de las personas. “Es como decirles aquí voy a estar cuando me necesites, y no estar”, explica Aimee DuBois.
El difícil acceso a la atención en salud mental maximiza las ya desafiantes condiciones de ser joven. La investigadora social Tina Zerega dice que la juventud es un momento de construcción de identidad muy importante. Para definir quiénes son, los jóvenes creen que tienen que experimentar ciertas cosas, como salir de fiesta, emborracharse por primera vez, tener relaciones sexuales, etc. Con la emergencia sanitaria, los chicos ya no pueden experimentar estas cosas. Zerega dice que la “nueva interfaz en la que se están dando la mayoría de relaciones sociales” no tiene el mismo impacto que la conexión física.
“Los jóvenes empiezan a pensar que se ha perdido el sentido de su vida”, dice la psicóloga Gladys Montero. Vanessa tiene 21 años y es de Quito, y a través de un audio cuenta cómo le ha afectado el encierro: “Siento como que me he perdido un año de mi vida. Es como que todo se paró, y siento que mi vida en general está en pausa”.
La pandemia nos ha quitado a todos muchas cosas—trabajo, amigos, libertad— pero a la juventud le ha quitado también la rutina y la socialidad. Montero explica que los jóvenes están viviendo la pandemia como un duelo porque han perdido las cosas que, para ellos, son las más importantes. Ya no pueden hacer lo que hacían antes, ya no pueden hacer lo que creían que iban a hacer (o querían hacer), y ya no pueden socializar. Al vivir esta situación como un duelo, es normal que los jóvenes necesiten atención, afirma la psicóloga. No dársela sería como agregar a su vida otro peso con el que tienen que lidiar por sí solos.
Como las respuestas del Estado para atender la salud mental fueron tardías e insuficientes, la sociedad civil también se activó. El Colegio de Psicólogos de Pichincha abrió un espacio gratuito de teleasistencia que funcionó entre marzo y junio. Ofrecían primeros auxilios psicológicos y contención emocional, y si alguien necesitaba seguimiento, podía tener hasta cinco sesiones más. En total, dice Peter Sanipatin, presidente del Colegio, atendieron alrededor de 950 pacientes. Pero su trabajo no terminó ahí, ahora también colaboran con el Municipio de Quito para brindar atención a grupos vulnerables como ancianos y personas con adicciones.
La Fundación Pangea, con sede en la ciudad costera de Guayaquil también ofreció servicios de primeros auxilios psicológicos por la pandemia. Desde abril y junio, con la ayuda de 23 psicólogos voluntarios, realizó 170 sesiones gratuitas. La psicóloga clínica Jazmín Soto fue una de las voluntarias de Pangea y también parte del equipo de SOS Mental —otra iniciativa de la sociedad civil para dar primeros auxilios psicológicos. Soto cuenta que en SOS Mental, entre abril y julio, se hicieron “al menos cien atenciones gratuitas”. La mayoría de los pacientes, dice la psicóloga, eran jóvenes entre 18 y 30 años que necesitaban primeros auxilios psicológicos.
Durante el confinamiento, Nicole Coronado de 22 años, intentó autolesionarse, pero con el apoyo que recibió del colectivo Ronda Popular —un observatorio psicosocial—pudo superar los pensamientos negativos que le hacían querer hacerse daño. Lo que más le gustó es que no se sintió juzgada. “Todas las terapias que he tenido antes se han visto marcadas por una visión conservadora que no me aceptaba como soy… con Ronda, tuve otro tipo de atención”.
Otro grupo que nació para crear espacios en los que las personas se pudieran desahogar fue ¿Y si nos acompañamos?. El psicólogo Darío Viteri dice que el proyecto empezó a operar el día después de que se declarara el estado de excepción en Ecuador, con la ayuda de quince profesionales en salud mental. Además de apoyo psicológico, el grupo también dio información básica sobre dónde comer, los establecimientos de salud más cercanos y los lugares para denunciar casos de violencia de género.
Los servicios de la sociedad civil se complementaron con los de la academia: La Universidad Central implementó teleasistencia gratuita para los estudiantes y sus familias durante la emergencia sanitaria. David Balseca, psicólogo y docente de la Universidad, cuenta que también atendieron a personas externas a la institución que necesitaban ayuda para superar crisis psicológicas como ataques de pánico y ansiedad. Desde la primera semana de abril hasta inicios de noviembre, se habían atendido cerca de 1.500 personas. Según Balseca, el servicio seguirá disponible “mientras esto [la pandemia] continúe”.
La Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE) en Quito tuvo una respuesta más rápida que la del Ministerio de Salud. Verónica Egas, directora del Centro de Psicología Aplicada de la PUCE cuenta que cuando se declaró el estado de excepción el 16 de marzo, el centro cerró solo cuatro días y luego abrió un servicio de atención virtual. Con el apoyo de 54 psicólogos y estudiantes supervisados, hasta la primera semana de noviembre se habían atendido al menos 1.200 personas —la mayoría jóvenes que necesitaban primeros auxilios psicológicos.
Otros centros de psicología como el de la Universidad de las Américas (UDLA) y el de la Universidad San Francisco de Quito (USFQ) también ofrecían asistencia gratuita para contener los efectos de la pandemia de covid-19 en la salud mental de las personas.
Sin embargo, los esfuerzos de la academia y la sociedad civil tampoco fueron suficientes. Solo entre dos universidades y tres iniciativas de organizaciones se atendieron a 3.000 personas desde que empezó la pandemia. Hasta el 21 de septiembre, el Ministerio de Salud reportó 202.559 atenciones a través de la opción 6 del 171. Pero Verónica Egas dice que aún hay muchas personas —entre ellos jóvenes— que no han podido acceder a atención en salud mental porque hace falta personal.“La demanda es altísima”, afirma Egas, “y la gente que tenemos a nivel público y privado no alcanza para solventar esa demanda”.
Aunque ahora las restricciones en el país son menos estrictas, la pandemia y las afecciones de salud mental no se han detenido. Según el servicio de emergencias ECU 911 desde que empezó la emergencia sanitaria a mediados de marzo hasta el 3 de noviembre, se reportaron 220 suicidios y 429 intentos de suicidio a nivel nacional. No hay información desagregada por edad. En 2019 durante todo el año se reportaron 302 suicidios y 696 intentos de suicidio, el 46% de ellos fueron de jóvenes entre 12 y 29 años. En Ecuador, esta es la primera causa de muerte adolescente según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC).
Para evitar que los problemas sigan creciendo, la doctora en psicología Claudia Torres cree que es necesario que el gobierno y la sociedad civil tomen acciones para la prevención y promoción de la salud mental. Para la psicóloga clínica Daniela Alvarado esa es una gran carencia porque, dice, la salud mental en el país tiende a estar relacionada con enfermedades, manicomios y adicciones. Entonces solo se trata o se toma en serio cuando el trastorno es grave.
Mientras eso no cambie, los jóvenes seguirán teniendo problemas para atenderse en salud mental incluso después de la emergencia sanitaria. Y si bien algunos chicos con afecciones graves necesitan ayuda profesional, otros, han visto la pandemia como una oportunidad para crear espacios seguros donde puedan hablar de sus emociones.
Aunque Ámbar de 26 años no se sentía del todo bien en el encierro, no buscó ayuda profesional. Solo habló con sus amigos. “Me di cuenta que ellos se sentían de la misma manera que yo”, y de manera orgánica, empezaron a apoyarse los unos a los otros. “Tratábamos de darnos consejos como de ‘no mires más noticias’, ‘no pienses demasiado las cosas’, ‘quédate tranquilo’, y a veces hasta llorábamos juntos”. Esta red de amigos le ayudó mucho a Ámbar. Crear más espacios similares puede ayudar a otros jóvenes en el país a romper los estigmas y hablar cada vez más sobre salud mental.
Juan, 18 años, Guayaquil
“El primer mes sentí un bajón muy profundo. No me quería ni levantar de la cama. Sentía que afuera estaban pasando cosas muy malas y no salí para nada hasta junio. Ahí me compré una bicicleta y salía los domingos que los carros no podían circular. Era mi forma de desahogarme. Me gustaba salir y andar, andar, andar por Guayaquil. Pero bueno, luego me robaron la bicicleta y otra vez me sentí mal”.
Nicole, 22 años, Guayaquil
“La cuarentena ha sido muy difícil para mí porque sufro de depresión y ansiedad. Pasé por un montón de procesos para los cuales no tenía herramientas. Tuve que dejar mi tratamiento psiquiátrico porque el gasto no era urgente en un momento de crisis económica. Mi familia básicamente me prohibió continuar mi tratamiento en el momento más duro y eso me tuvo al borde”.
Karen, 19 años, Guayaquil
“Durante la pandemia me mudé a vivir con mi mamá para ayudarla a cuidar a mi abuelo de 96 años que ya no tenía quien lo cuide. Fue muy difícil porque la casa no tenía las condiciones adecuadas para cuidarlo bien. Luego él falleció y fue una experiencia muy dura. Tuve que hacerle una mortaja en la casa porque él siempre quiso morir en su casa y tampoco queríamos ir al hospital y contagiarnos nosotras también”.